Silencio.
Miró su reloj exactamente a las 14:34. Levantó su cabeza y vio unas cuantas
personas correr viniendo hacía él. Se hizo a un lado sin darle la menor
importancia. Caminaba a pasos agigantados, pero no muy rápido, tenía tiempo
para llegar. Esquivó un par de personas más y devolvió su mirada al reloj:
14:38. “Falta todavía” meditaba, “ella no llegó, seguro”, y casi por instinto,
apresuró la marcha. A pesar de que eran muchas cuadras ni pensó en tomar un
taxi, las calles eran un desastre, ya no había silencio sino que las bocinas
rechinaban como locas, y los autos pasaban en rojo por aquí y por allá, como si no existieran estos entes controladores de velocidad. Ya era imposible recuperar el silencio. Una rueda que
se había desprendido de su cuerpo original, giraba despreocupada pero como queriendo atropellarolo, pero con sus movimientos que podrían ser propios de un artista pop en escena, logró eludirla y seguir caminando.
Mientras el maletín que llevaba en su mano izquierda saltaba al ritmo de su
cuerpo, consideraba caminar más rápido, pero acechando con disimulo su brazo
derecho, vio que el reloj marcaba las 14:50. Había tiempo. No se podía caminar tranquilo. Se alzaba sobre cada esquina, una pira de fuego que sofocaba su cuello, por lo que tenía que ir desprendiéndose en cada una de estas, un botón de la camisa, y esto lo molestaba. Por supuesto, cuando fuese a bajar se habría abrochado de vuelta minuciosamente cada uno de aquellos botones, no quería descuidar su imagen. Una cuadra antes de
la escalera que lo llevaba al subte, que lo llevaba a ella, que lo llevaba al
éxtasis, sintió al apoyar el pié un objeto que incomodaba su postura. Era una mano. Una mano tiesa,
pálida. Luego se dio cuenta que el zapato de su otro pie había sido empapado en
un fluido rojo. Así que, mirando la hora de nuevo(15:01) se paró erguido,
luego apoyó lentamente su maletín en el piso, y como un prestidigitador que
prepara su mejor truco frente a los ojos expectantes del público, hurgó dentro
de su saco y sacó de él un delicado pañuelo blanco que rápidamente fregó contra
su zapato, tiñendo al delicado blanco de bermejo. Siguió su camino sin titubear
y esta vez no miró su reloj, ya que había deducido que serían las 15:03. Vidrios rotos y negocios vacíos desde hace unos días, formaban en la calle un mar de reflectores que apuntaban con luz segadora a los ojos de aquel que pasara por allí.
“Increíble
que no paren de gritar” interiorizaba, “van a morir igual”. Sin comprender por
qué tanto ruido, al fin, bajó por la escalera que lo llevaba al subte, que lo
llevaba a ella, que lo llevaba al éxtasis. Paso por paso, el sol parecía tener
cada vez más miedo de esas profundidades. Los dos soles. Encapuchado de luz
blanca ahora y sabiendo muy bien que eran las 15:06 “no llegó todavía, ella
siempre está 5 minutos antes”, se metió dentro de toda la masa humana que
segregaban los pisos de aquel lugar, y resbalando graciosamente con el
portafolios subido a la cintura siguió su camino a las 15:08. Los mismos túneles
echaban de sus oficinas lamentos que
rebotaban confundidos sobre la gente. No se podía respirar. 15:11 “el café del
Vasco debe estar abierto a ésta hora, tengo tiempo para un cafecito” pensaba
mientras alguien gritaba “¡Cuidado!”. Sólo
un paso le faltaba para llegar a la puerta del café, que un hombre de
barba larga y de estimadamente 1,65 de altura, lo agarró del saco negro
azabache diciendo:
-¿¡Por qué!? ¿Qué es lo que le pasa? ¿Usted está loco?
Sin
responder, lo apartó, y entró sin haberse inmutado. Sólo se notaba una débil e
incomprensible sonrisa escondida entre sus dientes.
-Vasco, buenos días- dijo casi gritando, viéndolo al Vasco
agachado detrás del mostrador- ¿Cómo estás?
-Oh ¡Qué sorpresa, Martín!- contestó el dueño del local y
muy amigo del recién llegado- no esperaba que te pasaras por acá-y mirándolo
extrañado agregó- ¿No deberías estar con Lucía en estos momentos?
-Bah, sabés cómo es ella, todavía no debe haber llegado,
recién son y cuarto.
-Es verdad, ella siempre tan distraída- dijo Vasco riéndose-
¿Qué te traigo?
-Un café y el diario no más- Dijo y revisó una vez más la
hora. Eran y dieciséis. Luego se sentó en una mesa frente a la ventana donde se
leía “El Vasco Café”.
El Vasco no tardó ni un minuto en traer lo solicitado,
puesto que ya estaba la bebida hecha en la cafetera y el diario a unas cuantas
mesas de distancia.
-No entiendo para qué el diario- Dijo el dueño del local
desconcertado- Es el de ayer por supuesto, el de hoy, por lo que ya sabés, no
lo hicieron- Y se sentó también con su cliente a conversar.
En el periódico se lee el encabezado: “Faltan 35 horas 20
minutos y 10 segundos para que ‘Destino’ impacte la superficie de la Tierra”
-Así que hasta acá llegó todo ¿no?- La voz del Vasco se
empezaba a quebrar.
-Si- Decía su amigo y le daba un sorbo cortito a su café. Su
mirada, sin embargo, no estaba en el café, ni tampoco en el diario, sino que rondaba la estación entera
de subtes y se posaba sobre cada cabecita negra o rubia o roja, admirando como
estas se desplazaban frenéticamente como un montón de electrones alborotados,
sin un núcleo al cual rondar en movimiento elíptico. Pero enseguida se volvió a
enfocar en la persona que tenía adelante, y evitó mirar su reloj como si por
primera vez evitara el futuro.
-Desde que murió Martita, este café fue lo único que me
quedó. Es mi única familia- decía el Vasco- ¡Sabés, he construido esto con mis
propias manos! Y tal vez el mundo se esté viniendo abajo, pero no le voy a
privar a la gente un buen café- La voz del Vasco se elevaba cada vez más, y
resonaba por todo el café. Tal vez hasta lo estaban escuchando desde afuera.
Mientras tanto, Martín ya había terminado su café con un largo sorbo y había
empezado a jugar con los sobrecitos de azúcar. Sólo apilaba montañas y montañas
de ese polvo blanco arriba de la mesa sin razón aparente. No dejaba de escuchar
a su amigo, pero no mostraba el mínimo interés en lo que decía.
-Resultó ser un buen negocio- continuaba el Vasco- No sólo por
la guita, sabés, sino por la gente que venía y charlaba, clientes muy
especiales…- De pronto la voz del dueño del negocio empezó a ahogarse como una canción
en fade out, y la única cosa que le
importaba ahora a Martín era ese montículo blanco de casi 10 cm que se
presentaba en la mesa como una espina de marfil, una reunión inesperada de cristales
ínfimos. Una coincidencia empujada por una fuerza que era su mano. Ahora esta
era como un dios que congregaba todas la piezas faltantes del espacio en un
sólo punto y las hacía caer desde una agujero negro. Todas las enanas blancas
del universo convergiendo en un lugar, más de mil soles en el borde de la mesa
del café del Vasco. Cualquiera si viera ese espectáculo desde el punto de vista
de Martín, habría visto lo mismo, pero él era el único que sabía el punto
exacto. Sólo seguía tirando polvo estelar, soles, azúcar, sobre más polvo
estelar, soles, azúcar. Pero la pirámide palideció y se derrumbó con el primer
estruendo. 15:29. Era hora de irse.
Sin hablar palabra, se levantó de su silla, y sacó de su
maletín 6 pesos en dos billetes de $2, una moneda de $1 y dos de $0,50. El
Vasco levantó su mirada, hace mucho que había terminado su discurso. Luego de
apoyar la plata sobre la mesa, Martín sólo dijo “chau”, dio media vuelta y
salió por misma puerta por la que había entrado hace 13 minutos.
Apenas salió notó la silenciosa tranquilidad en la que se
había transmutado aquél caos indescifrable de partículas subatómicas. En ese
mar puro de pensamientos calmos, avanzó tranquilamente hacía el pie de la
escalera que sólo quedaba a 59 metros del café y donde siempre se habían
encontrado durante 8 años a esa hora. Y como era de esperarse, ella ya estaba
ahí parada. Con la misma sonrisa de siempre, con los dos soles iluminándola. Y
Ahora, a las 15:30, un sol tapaba al otro (o tal vez se habían fusionado) y
apoyaba su tibia luz en su cara y le susurraba cosas que al parecer la hacían
reír. Todo estaba en paz. Él caminó. Ella lo vio. Y todo se volvió cada vez más
blanco. Sus figuras se empezaron a desteñir, siguiendo un patrón que a él le
parecía gracioso (nadie sabe por qué). Los contornos de sus sombras bailaban en
un éter indescifrable. Y la nada misma invadió el lugar, haciendo de todo una
sola cosa que estaría unida para siempre. Y nadaron en un mar de marfil.