viernes, 25 de abril de 2014

Desierto

Cierta luna de Enero, paseaba yo por las calles del centro sin detenerme. Los fantasmas de las ciudades pueden ser feroces por las noches corrosivas que deja el verano. Los aullidos de perros sonaban sin dejar reposar los silencios de los cadáveres bajo mis pies. Los cadáveres de todos aquellos que fueron masacrados por la edificación de la ciudad. Los pájaros habían dejado sus plumas y se convirtieron en ratas voladoras que acechan entre sombras, no menos hermosas. Unas huellas en el asfalto huían de mí. Yo sin pensarlo, las estaba siguiendo, eran como mis guías entre las luces naranjas de los postes. Ningún alma humana podía ser reconocida a la distancia. Los fantasmas estaban inquietos. Los podía casi oir entre las ramas de los arboles decorativos. Proclamaban venganza. Proclamaban lo que era suyo y dejó de serlo a punta de flecha, espada, hacha y pistola. A punta de sangre. Ellos surgían como dueños de la luz que hubo en un momento, la luz que les fue arrebatada. Los grillos pedían auxilio entre sus gritos de ira. Lamentos quebraban los aullidos de los perros. Sólo se dejaban ver ante los ciegos murciélagos, que acostumbrados a ellos, podían escucharlos más fuerte que nadie. Intenté sin impacientarme, cerrar los ojos para ser tan ciego como ellos, para no ver lo que en realidad no existía y sentir lo que en realidad vivía y gritaba. Recién entonces entendí su balbuceo, y entendí que no lo era. Sus palabras sin lengua resultaban más claras que mi español. La torre de Babel había sido una mentira, resolví. Los gritos desesperados ahora disminuían, hubo un tiempo en que eran mucho más claros, pero ahora eran reducidos al mísero vuelo de un mosquito. Con los ojos cerrados imaginé sus caras, imaginé sus bocas, imaginé sus pies, imaginé sus ojos y sus dientes. Tristes proyecciones del pasado resultaban ser en la noche que lagrimeaba. Los maté a todos en mi imaginación. Cuando abrí los ojos, seguían muertos. Los había masacrado.
Ya volvía a mi hogar cuando pensé que tal vez sus voces nunca existieron y que todo fue una locura momentánea. Pero estoy seguro que cualquiera las puede escuchar en el silencio de la luna llena que deja vestigios de veranos anteriores nunca vividos en nuestro interior. Los recordaré, y moriré con ellos.

A mi pueblo.