domingo, 25 de enero de 2015

Don Hilario y Pantagruel (primer capítulo)

Don Hilario se levantó esa mañana tranquilo. Se incorporó en su cama hasta un punto en el que la luz del alba comenzó a darle directo en las arrugas de la cara. Retiró su espalda un poco hacía atrás entrecerrando los ojos, confundido por aquel enceguecedor martirio de la mañana que lo sorprendió. Esto lo había puesto de muy mal humor. Aún así, puso los pies en el suelo muy delicadamente, tratando de que sus pies no quedasen colgando y que tampoco se toparan con la alfombra abruptamente (eso sería algo doloroso). Vestía su clásico piyama para dormir de "los martes de no lectura" que consistía en una musculosa que quería aparentar ser blanca pero con los años se había vuelto tan amarillenta como la piel de aquel viejo, y un pantalón rayado verticalmente celeste y blanco.Con paciencia y ya sintiendo la suavidad de lo que tenía debajo de sus pies, se sacudió religiosamente los brazos: primero el derecho 3 veces con su mano izquierda, luego el izquierdo 2 veces con su mano derecha. Se incorporó y avanzó exactamente los 2 pasos necesarios para que las pantuflas se calzaran como dos trapecistas a sus pies. Al fin, con esfuerzo (más del que se le podía pedir a un hombre de su edad) se paró. El baño inmaculadamente blanco, se ubicaba a 5 pasos exactos de la posición de las pantuflas. Arrastrando los pies por la alfombra llegó a él sólo para darse cuenta que no estaba "tan" inmaculado como esperaba.
 -¡Pantagruel!
La casa retumbó por dentro. El eco del grito (confirmaron los vecinos) pudo escucharse en los teléfonos de lata de todos los niños del vecindario.
 -¡Pantagruel!

La violenta segunda descarga de aire que hizo don Hilario se esparció por la casa. El silencio esperó. Al fin algo empezó a moverse, una figura extraña se retorcía entre las paredes de la casa. Asomó sólo su cabeza, como un gato asustado, un hombre gordo, de espalda ancha, cabeza cuadrada, joven y de ojos grandes. Con su voz de contratenor pudo responder el resoplido de su amo tratando de pedir disculpas.
 -¿Miau?
 En seguida lo vio, el viejo lo agarró del cogote con violencia y (sin levantarlo, por supuesto) le mostró las heces que había esculpido en el "ya no tan inmaculado" baño.
 -¿Miau? -Insistió Pantagruel.
 -¡Qué "miau" ni que ocho cuartos! Rajá de acá gato boludo.
 -¡Miau!
 Pantagruel en cuatro patas y tropezándose contra la mesita de luz que reposaba al lado de la cama, y luego contra la puerta, corrió asustado de que en una de esas su dueño le pegara. Don Hilario luego escucharía el ruido metálico de una silla que se caía en el comedor. El viejo, aun enojado, tratando de apaciguar su ira, movió las manos hacia arriba y hacia bajo llamando a la calma. Y ahora con paciencia se agachaba en un esfuerzo enorme para sacar de debajo de la pileta del baño: la lavandina, el barbijo, el trapo de piso y la esponja. Luego en una bolsa metió (cuidando de no tocarlo) el nobilísimo "hijo" de Pantagruel y limpió detalladamente la loza blanca. Luego de haber tirado aquél, arrimándose a la cocina-comedor con pasos extenuantes, se encontró con el "gato" que temblaba del miedo y que lo miraba con ojos grandes y negros de arrepentimiento desde debajo de la mesa. Don Hilario no pudo evitar ver en la profundidad de los ojos de gato asustado y, acercando su mano sigilosamente, logró que aquél hombre de bata azul de debajo de la mesa se resfregara con gusto en ella, torciendo la cabeza para arriba, girando sobre su eje (como pudo y haciendo tambalear algunas sillas postradas alrededor del mueble) y levantando su cola al final (con las rodillas). Luego se echó boca abajo y Don Hilario alcanzó a darle palmaditas reivindicadoras de amistad en la panza (sólo tres, porque no le gusta que le den más). -¡Qué lindo este animal que tengo yo acá! Le hablaba el dueño dulcemente y en falsete para animarlo a salir del escondite.
 -Prrr.
 Se regocijaba el "gato". Don Hilario luego de jugar ese ratito con Pantagruel debajo de la mesa, desdobló su espalda, sólo para darse cuenta que le dolía a montones e insultó instintivamente a la bestia. Con acciones casi mecánicas preparó un café con dos cucharadas previamente meditadas de azúcar y antes de sentarse a la mesa a disfrutarlo junto con el diario de ese día, levantó las sillas que Pantagruel con su desproporción, había tirado. Al fín sentado a la mesa, este le rasguñó una pierna tratando de "acariciarlo".