Despojado de sus ropas, se hizo paso entre la multitud que
colmaba el salón de fiestas del Rey. Como una estrella fugaz, sorprendió a
todos con su regreso; pero como una estrella fugaz, se apagó rápidamente.
¿Desesperación? Él había sido el soberano de las tierras blancas hace muchos
siglos y segundos, pero su trono no estaba frío y no era de plata. La vergüenza
del pasado rey colgaba pendular y sus pasados súbditos la miraban con desdén.
El nuevo rey de las tierras blancas abrió los ojos bien grandes, iluminados por
candelabros, reconociendo a su antecesor. De pronto, estos se achinaron y
dejaron de verse amenazados por aquél viejo barbudo visitante. Este sabía que
su reino estaba perdido para siempre tanto como que la luna era blanca y negra
y azul y amarilla y roja. Con nostalgia veía como su palacio era exactamente
igual y exactamente diferente pues él ya no pertenecía ahí y el verdadero rey
ya estaba pronunciando las palabras “condenado”, “a” y “muerte”. Los guardias,
su hijo (antiguo príncipe) y su hermano lo tomaron uno de cada brazo (otros
guardias de la barba) y el calabozo no se hizo esperar para darle la
bienvenida.
Ningún grito se escuchó esa noche desde adentro de la reja.
Ninguna queja de voz arenada, ninguna deuda a saldar con alguien, ningún justo
reclamo de un trono. Nada ¿Desesperación? Sí. Los codos tocaban el suelo, la
nuca la pared, la barba ardía, su piel expuesta quería dejar entrar el cuchillo
del guardia. Pero como sabía que esto iba a suceder de todos modos, se limitó a
yacer. Los ojos perturbados del barbudo se cristalizaron, se volvieron piedra y
cayeron en hueco sonido al piso. Sus manos le pesaban como dos gigantes
traidores. Pensó en su trono una vez más. Dejó de pensar.
El día que le siguió a ese fue soleado. Un gracioso zorzal
se posó gracioso sobre el árbol que había crecido 100 años después sobre la
tumba de aquel hombre que había perdido su reino por apostar a un recuerdo.