miércoles, 26 de noviembre de 2014

Caminar

Últimamente todas mis historias empiezan caminando. No sé bien por qué, pero creería que caminar es a la vez una contemplación del tiempo que avanza y por eso nos hace pensar que avanzamos con éste, aunque siempre termine aplastándonos y erizándonos la cola (como lo hace Oxímoron, un gato enemigo que pertenece a un amigo). Ésta termina como siempre (bueno, el “siempre” es un decir) siendo una de esas historias en las que camino. Yo siempre que voy a nadar lo hago a la mañana por tres razones: está vacía, la poca gente que hay es divertida y la profesora está muy buena. Pero hoy ha sido diferente, ante la resaca de una noche de “rebentón” dirían algunos (nadie que conozca) perdí una de mis clases y al otro día decidí ir a recuperarla a la tarde. Peor error no podría haber cometido, pues mis observaciones de la mañana eran totalmente contrarias a las de la tarde. No entraré en detalles, porque en realidad no vienen al caso. Cuando hube salido del establecimiento, comencé a caminar. Y es aquí donde el tiempo (aunque yo cansado y él eufórico) me enfrentó a un escenario interesantísimo.
Yo caminaba mareado por la calle de un hospital y comencé a acercarme a éste avanzando a pasos arrítmicos. Una ligera sospecha nublada cubría el ambiente, y comenzaba a escucharse una armónica que ejecutaba pausadamente un blues desde un quiosco que por el calor tenía la puerta abierta. Alcancé a divisar al ejecutante de tal melodía, estaba absorto en su música, nada más le importaba. Del hospital salió un hombre en bata celeste arrastrando una camilla. Pero ésta no estaba vacía, un bulto blanco, del largor de una persona media se extendía sobre esta. Lo blanco no era piel, sino una sábana que cubría la piel muerta de un ser desconocido aún más blanco. La armónica sonaba con más fuerza. Al tiempo que el hombre en la bata celeste era interrogado por la pareja más inofensiva (y dicho sea de paso inoportuna) de ancianos que podían ser vistos en las calles de córdoba.
-Es acá la estudio del señor K.-bondadosamente preguntaba al hombre y al cadáver.
-No sé- respondía aquel ser de bata mientras empujaba la camilla (y al cadáver) dentro de la ambulancia)- creo que serán dos cuadras más para allá. Y logró meter la masa blanca dentro del camión. En todo este tiempo sólo pude pensar en ella. Pero ¿por qué? Claramente no está muerta, no trabaja en hospitales, con el blues no quiere saber ni jota, no está relacionada con el señor K. (doctor K.) y ni siquiera le gusta nadar tanto. Es que tal vez todas las situaciones tienen algo de ella. Estupefacto, sin entender cómo esto era algo tan común. Luego entendí que sí lo era, algo totalmente natural pero que en el momento era incognoscible para alguien tan destrozado de cuerpo y alma como yo.

Seguí caminando tratando de apaciguar en mis oídos el sonido de la armónica. Por 4 cuadras las muchedumbres se sucedieron en cada puerta de cada hospital que pasaba. Ninguna triste por la vida de un hombre que sólo valía un blues en La Mayor. Los chicos compraron helados y ventiladores fueron vendidos en los locales cercanos. Al fin libre, logré deshacerme del shock.  En estas cuestiones es mejor comprar bananas y retirarse a su casa a escuchar Miles Davis con café. Caminar cómo siempre redujo las cosas a una innegable absorción por parte del tiempo y dejó en descubierto que los hombres pueden morir incluso en una tarde nublada, escuchando música cerca del consultorio del señor K. mientras yo pienso en la mujer que amo luego de un mal día en la pileta. Un camino sólo es una linea de tiempo en todo caso. 

sábado, 22 de noviembre de 2014

Oraciones subterráneas Plegarias descendentes

A veces los sonidos se mezclan y mis ascensores difieren.
Aquel al cual no quise abandonar,lo até y lo maté de hambre.
Entre una y otra, entre uno y afuera.
Costas y costas de plomo me hacen feliz.
Ya el tiempo es un reflejo de una esquina iluminada, donde se ve la silueta de un hombre que con su dedo mueve las corrientes de aire invisibles en la noche.
No deja rastros de su partida excepto por un pañuelo mojado.
Lentamente, los sentidos se vuelven todos el olfato y suena en la atmósfera el olor a cigarrillo.
Cartas tiradas en el suelo son la suciedad de mis palabras que cuelgan de un hilo y levantan vuelo en las brisas cerca de un río.
Entroncan los desalineados fiordos que mi piel crió y regaló a un mundo de maíz.
Tal vez los pájaros sedientos de fragancias de mar, puedan devorarlo junto con la saliva que acabo de desperdiciar.
Porque en esta burbuja fétida, las moribundos cables hicieron el escudo que en vano llora de inmensidad.

domingo, 9 de noviembre de 2014

La sonrisa del Joven Miles

Parecía como si le faltara un ojo de la cara. Cerraba un ojo mientras dejaba el otro abierto para verla en planos diferentes que lo hagan disfrutar más de su aparentemente aburrido diálogo con la foto. La exposición había empezado a las 13 horas, pero él llegó tarde porque nunca alcanzaba a almorzar antes de ese horario. Había recorrido ya toda la muestra del afamado fotógrafo, excepto por una foto que estaba ubicada en el último piso del museo. La graciosa imagen de una sonrisa que se pintaba como una redonda linea sobre el rostro de una chica captó más que nada su atención. Se complementaba con él como si fuera algo que hubiese dibujado aunque cualquiera hubiese podido blandir el pincel y cortarle la cara con una "u". Se encorvaba de costado pensando en que esto ayudaría mejor al entendimiento de las emociones expresadas por la chica. No sabía si estaba funcionando. La cara a veces se redondeaba, casi plácida en su curva, pero no podía de verdad saber si esa chica estaba realmente siendo feliz. Tal vez la estaban torturando y amenazando de muerte para que sonriera y tomarle una foto que valdría una buena plata. No quería encontrar ninguna ventanita escondida como Castell, sólo quería saber el motivo ¿Qué podría hacer que esa persona se pensara feliz en ese momento y sonreír de tal forma?

No era una risa como la de la Mona Lisa, sin duda, pero se asemejaba a esta en ese trato tácito con un autor. complicidad de ideas, hilos que se tejían entre el fotógrafo y la persona, dejando fuera del telar aquellos seres que habitaban alrededor de la sonrisa. Estos, como sombras imaginarias tomaban parte en la mejilla izquierda que era aquella que estaba más alejada de la cámara. Se encontraban ahi, entonces, esas pecas nefastas que aparecían como ruidosos agudos disonantes en una sinfonía. ¿Cómo podrían ser parte esos adefesios de una foto que debe expresar felicidad en el observador? La realidad era que no había ningún objetivo puntual en analizar estas pecas, sólo desviaban un poco la solidez con la que el Joven Miles venía armando su crítica a la sonrisa.

 La permanente mirada de soslayo que sostenían los ojos de la chica no reflejaban demasiado, sólo que había un punto al cual mirar. Tal vez ese punto no era el fotógrafo, ni el paisaje natural, imaginando una cuarta pared que haya sido consecuente al fondo, sino que haya sido el mismo Miles, como un objetivo secundario de la chica. Pero ¿Por qué esa chica le estaría sonriendo a él? En sus ojos (los del Joven Miles) se empezaba a dibujar una angustia, como si una condena le hubiese sido puesta sobre su persona en ese mismo momento. Una duda le estaba resultando fatal. Veía la sonrisa, veía los ojos, veía las montañas, los pinos, los lagos, las sierras, la fauna; pero más que nada veía ese ardor de alegría que brotaba en una emoción incansable sobre la imagen impávida de la chica.

 Bien podrían estar ofreciéndole algo valioso, algo que esté entre las cosas más valiosas en este planeta, algo como oro o redención u otras de esas absurdas posesiones que el hombre esconde en sus cofres sólo para ser parte de un definitivo olvido, pero que sirven para sustentar una vida precaria.

Pero entonces ¿Por qué le sonríe al Joven Miles? Ahora ya tenía que responder dos preguntas y esto le molestaba mucho a Él, y le pareció un poco que a la chica de la foto también. Tal vez sus cejas marrones habían decaído, un poco  o mejor dicho, arqueado un poco hacia el centro de la cara, pero su sonrisa brillante permanecía como un muro de engaños puesto al sol y que no permitía ningún traspaso de información. Ningún por qué podía ser deducido de esa sonrisa. Pero justamente, si no había ningún por qué. entonces ¿Por qué? Joven Miles no dilucidaba una respuesta y se concentraba plenamente en la contemplación de la foto. ¡No le sonrias más! Empezaba a inquietarse y el tiempo se fundía en la sola forma de las olas que componían la atmósfera del museo. Volaba una aire de plomo por sobre su cabeza, exprimiéndola de forma dolorosa.

La sonrisa seguía inamovible de su contexto, aunque cada tanto resultaba un poco más alegre para el que la veía. Ya empezaba a ser una pesadilla. Tenía la esperanza de que la sonrisa no fuese un momento fugaz inmortalizado y que algún día se disolvería como el polvo en el agua. La sala ya empezaba a oscurecerse: el museo estaba cerrando.

Entonces lo encontró. El motivo se hizo tan claro en su mente y a la vez había sido oscurecido de golpe. Había transformado esa ansiedad por odio. Las monstruosas pecas, los ojos inútiles, el paisaje alrededor de la chica, su voluntariedad para sonreír, las masas deformes que se escondían como ideas dentro de su mente mientras le tomaban la foto, el fotógrafo que actuaba como perpetrador de la malicia que le estaba provocando, todo apuntaba hacia él. Se estaba burlando del Joven Miles con su estúpida sonrisa. Le echaban en la cara la felicidad que no se podía alcanzar con meros objetivos, sino con un instante. Eso convenció al Joven Miles de que esa maligna sonrisa era una obra esculpida para criticarlo, para comunicarle desde un mundo aparte que no existía tal cosa como la felicidad, sino las sonrisas proyectadas hacía un punto infinito. Esto lo irritó.
Cansado de ser insultado, sacó su encendedor rojo y maniobrándolo como haciendo esgrima, lo acercó al diablo ensoñado que tenía al frente.
5 años luego, salió de la cárcel y contento tarareando el segundo movimiento del primer Concierto de Brandenburgo de Johan Sebastian Bach, siendo esta una melodía muy contraria a su humor.

sábado, 1 de noviembre de 2014

La Ciencia de los Inútiles (homenaje a Omar)

Tomó café. Se vistió. Dejó lo demás a un lado. No quiso ver a nadie, se sentía fatigado. Todo el trabajo que quedaba por delante sólo lo hacía ponerse más nervioso. Salió a las calles, dio una vuelta a la manzana y volvió a su casa. Sólo en su sillón fumaba una pipa. Dejó de fumar. Se agarró la cabeza y luego gritó muy fuerte. La gente lo escuchó desde afuera, pero sólo fue otro grito común en la tormenta de una ciudad. Verde y rojo, verde y rojo. Supuso que debía hacer algo, pero nada salió de su mente. Se encerró por días tratando de terminar sus trabajos pero lo único que conseguía era agarrarse la cabeza y gritarle al ruido y al silencio como si fueran un amalgama de sonidos. Miraba las guitarras en el piso ¿Por qué no querían calmarlo?. Sintió que la locura lo envolvía a tal punto que no dejaba de hablar consigo mismo sobre la próxima cosa que debería hacer. Nada. Las pantallas estaban prendidas y lo embobaban cada tanto, lo distraían de su rutina. "No se puede" decía cada tanto, "me rindo" y se acostaba en la cama sin lograr que sus párpados se juntasen para entrar en el sueño. Su cabeza volaba, y sus piernas se movían como un auto, pero encerrado en su casa. Lo único que hacía era ir y volver mientras repensaba su vida una y otra vez. Catalogaba los errores, hacía cuadros de doble entrada (en su cabeza) sistematizando los hechos de su vida, poniéndoles un fin y una causa. Nada se escapaba de la ardiente mirada del reloj que daba vueltas sin ninguna objeción, despiadadamente. Entró y salió, saltó y se agachó. Pero el paisaje no cambiaba. No podía mantener la mirada fija en un punto, porque en seguida este se volvía borroso y ya se estaba volviendo algun otro punto de alguna otra parte de la habitación. Su encierro se hacía cada vez más solitario. No podía moverse a la cocina, le daba miedo lo que podía hacer con todos esos cuchillos ahí. Desesperado por sí mismo, retrotraído a un mundo que es infinito y finito al mismo tiempo, nada podía encontrar en sí mismo. No se puede ver más allá de nada. Los mundos paralelos que se conectaban en su mente afloraban, pero él no era parte de ninguno de esos mundos y eso le dolía más. Ya no podía confiar en su reflejo. Sus ojos inyectados de sangre denotaban que no había dormido en mucho tiempo. Re pensó muchas cosas. Luego las descartó. Nada en este mundo le servía para escapar ni de su sombra, ni de sus ojos inyectados. Comenzó a contar: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9... 1001, 1002, 1003... 16074, 16075... Dejó de contar. No había solución en los números tampoco. La lógica era un enemigo del sentdo irracional que tenía su comportamiento. Él era un -1. Ya sin darse cuenta, dejó de ver. Sólo veía las imágenes que su mente disponía para él. Pedazos de papel. Árboles quemándose. Falta de gravedad. Pasos para atrás. Páginas devoradas. Lamentos que corroen.
De pronto, en plena corrosión, se encuentra tirado en su cama. Yacía como si estuviera ya muerto, pues para él ya lo estaba. Como dos bóvedas sacras, sus párpados se cerraron y tiraron la llave a un río que pasaba por el living. Se encontró en un desierto, frente a un oasis. El viento soplaba suave y las espinas de los cactos pinchaban como plumas. Sentía dolor, pero un dolor tan hermoso que lo adormecía. La cómoda brisa pasaba desfilando, esperando que se le tomaran fotografías. La arena estaba ahora arriba y debajo de su espalda. Miró a su lado y un asfódelo tímido se escondía detrás de una roca grisácea pero graciosa. No la arrancó, pero la acarició con delicadeza como una madre. Sonrió. "El mundo no acaba si el hombre hace muros sin sol" pensó, sin saber si estas palabras se las inducía el mismo sueño o si las había dicho él. Tal vez era lo mismo.