domingo, 23 de febrero de 2014

Esperando al hombre

Bueno, ahí estaba yo, esperando que el vacío llenara el vacío. Un piedra que rompa a la otra. Las calles llegan a ser lugares donde la gente puede caminar en sentidos muy diversos, infinitos. No se entretienen con nada, sino que ven un horizonte al que deben llegar y no apartan la mirada de este. Yo no me veo bien caminando. ¡Pero qué piernas veo! 10 pesitos al bolsillo. A ella si le viene bien caminar, pero sólo para mí en privado. A veces me siento orgulloso de tener estos ojos. Bueno (repito), ese era yo, el que se confundía entre todas esas personas y no porque se mimetizara entre tantas multitudes reunidas, sino que de verdad estaba confundido. Todo eso me confundía. Yo no era de ahí, yo sólo estaba ahí. Intentaba sonreír para que la gente no se sintiera amenazada por mi cara de nada (cara de perro que no entiende a dónde se fue la pelota). Todo esto era muy turbio, ya que carecía de sentido. Tampoco es que me paguen para encontrarle sentido a las cosas sino que el sentido era algo así como el laburo sin paga que uno se toma el trabajo de encontrar. Como si fuera el laberinto que viene detrás de los fruti loops (o cualquier marca a la que se le ocurre que podría ser útil y divertido algo así como un jueguito en la contracara de la caja). A pesar de las boludeces que hablaba, Oscar era un buen tipo, o casi. El "Casi" es porque me metió en este quilombo. Bah, quilombo, quilombo... me hizo caminar de más.

-¿Qué?
-Vos sólo entregá el paquete Lucas, y ¡mierda! no te entretengas con las piernas de ninguna minita. Hay muy, pero muy poco tiempo
-¿Qué? Pero me voy a aburrir bocha ¡Son como 2 kilómetros! ¡Y caminando! Porque sos tan rata que no me vas a prestar la moto para que no te gaste nafta.
-Cuando tengas la guita para pagar la nafta que usas en la moto, venís, la pones en la palma de mi mano y te llevas la moto. Además, no vas a encontrar piernas como las de la esposa de Emilio.
-Se nota que te falta calle. 10 a que encuentro unas mejores.

Se suponía que a las 5 y media iba a llegar ese pelotudo. Eran las 6. Me dejó tratando de entender qué hacía en esa esquina. Odio cuando me dejan tiempo para pensar tamañas boludeces. El vacío quería volver a plantarse sobre más vacío. Los rostros de las personas se volvían más opacos y la esquina se colmaba de gente anhelando su casa. Yo era uno de ellos por supuesto. Sólo que ellos esperaban el A3, el A2, el A central, el N8, el N6 y vaya uno a saber que otro bondi más, yo esperaba el PPA, el Pedazo de Puto Aquel.

Si, bueno, al fin el gil apareció. A lo lejos se podía ver a Enrique (¡Dios, qué nombre!) todo vestido de negro. Un metalero de segunda. Barba larga (la cual ni siquiera se molestaba en arreglar, o sea, ni siquiera, yo que sé, peinarla para que parezca decente), chaqueta de cuero negro, remera de Slayer como si fuera el estandarte a la estupidez, y tachas, y tachas, y tachas, etc. Resulta que este Enrique, era el tipo a quien buscaba (¡Genial!). La caja que llevaba cargando como un Sísifo que empuja la piedra a la cima ya empezaba a pesar. Decí que llegó este metalero y le delegué maleducadamente (como hacen las personas que están hartas de esperar a un metalero boludo en una esquina luego de haber caminado dos quilómetros) la caja.

-Uh, disculpame ¿Hace mucho que esperás?
-No, no... no.
-Bueh, perdón, no te hagas drama. Venite a casa y por lo menos tomas unos mates.
-Eh, dale.

Encima, para colmo, iba a tener que hablar con este idiota. ¿Por qué no se iba a cagar?. Me pregunto qué habrá pensado el boludo ese al hacer lo que hizo luego de esos la verdad que nada placenteros mates.

-Bueno, dejame ver si todo esta en orden acá.
-Servite loco.
-Sí, vengan acá preciosas. ¿Te importa?.
-Sentite en tu casa (por eso de que era su casa y... bueno, entienden ustedes).

Este Enrique, metalero, idiota, sacó una de las revistas de adentro de la caja y comenzó a pajearse delante mío.

-10 pesos me debes Oscar.
-¡Callate! ¿Cómo puede ser?
-Ya te dije que tengo buen ojo.  

El hombre más infeliz del mundo

Tlin, tlin, tlin. Caminaba el hombre más infeliz del mundo. Tlin, tlin, tlin. Cada vez sonaban más afinados los postes de luz metálicos. La orquesta se teñía en el aire. El hombre más infeliz del mundo era el orgulloso concertista y las voces de los esqueletos metálicos eran los violines, cellos, viloncellos, contrabajos, trompetas, clarinetes, el piano, el coro, tambores y arpas. Su puño se agitaba en el aire y la música se extendía por el mundo.

Los chicos que jugaban a la pelota empezaban a danzar al son de los violines y los bajos. Lento. Pianísimo. La aurora sonora se posaba sobre la pelota rotosa y emparchada, y los jugadores estremecían sus cuerpos con el sudor frío que producía la armonía de un sol suspendido. Se entretenían con la melodía que fluctuaba en cada pase y con cada gol que cantaba el coro.

El hombre más infeliz del mundo levantó de nuevo su puño, y el poste compuso un nuevo acorde desplegado (si mayor séptima) que se adentró en aquel perro callejero de la esquina, sacudiéndole las entrañas. Ese perro sarnoso, manchado de negro por la suciedad transeúntica. El animal se paró, extendiendo sus cuatro patas cadavéricas y reconoció aquel acorde. Y como era de esperarse empezó a cantar. Su ejecución de la pieza era perfecta: Si, Mi bemol, Fa sostenido, La. Se levantaban las hojas de otoño por aqui y por allá ecualizando los agudos para que los graves le den más presencia a la canción. 1, 2, 3, 1, 2, 3. Ni un stradivarius habría podido sonar mejor. Las manchas negras y la calle misma coreaban las notas desplegadas del acorde en una octava más alta que el perro.

El hombre más infeliz del mundo, ya sangrando, volvió a impulsar su puño rojo hacia otro poste de luz ahuecado, y así la música volvió a invadir. Había marcado el tiempo, esta vez, gracias a los pasos regulares de alguna chica que caminaba detrás de él. Un comienzo tético en dos cuartos digno de Bach y su Cello. Y el Do sostenido creó una escala armónica menor. Pero desafinó. El ambiente se tiñó de púrpura, algo peligroso. Los sonidos convirtieron aquella peatonal, por la que caminaba, en una cárcel. Los barrotes eran las notas naturales que no notaban que atardecía.

El hombre más feliz del mundo comenzó a correr perseguido por su propia sinfonía, dejando un rastro bermejo detrás suyo. Los clarinetes rompieron el aire con sus quintas disminuidas y su allegro, y los violines digitaban a velocidad paganiniana. Se quebraron los contrabajos y sus terceras y sextas menores. Ahora los puños del hombre más infeliz del mundo subían y bajaban y orquestaban la oscuridad naciente que arremetía contra los jugadores de fútbol, la chica (ya a kilómetros de distancia) y otros instrumentos de percusión. El perro ya no cantaba, sino que se hacía el muerto.

El ritmo se aceleró, ya no era un 2/4 sino un 7/8 caótico en dónde se desdoblaban los timbales ensordecedores y el estacato apresurado de las violas cobraba almas en pena. De pronto terminó. Una pared enorme había puesto un final femenino que no podría haber sido anticipado.
El hombre más infeliz del mundo se inclinó para luego acostarse y desangrarse en el silencio. El hombre más infeliz del mundo se paró. El hombre más infeliz del mundo mientras caminaba suspiró: "no tengo nada".