domingo, 23 de febrero de 2014

El hombre más infeliz del mundo

Tlin, tlin, tlin. Caminaba el hombre más infeliz del mundo. Tlin, tlin, tlin. Cada vez sonaban más afinados los postes de luz metálicos. La orquesta se teñía en el aire. El hombre más infeliz del mundo era el orgulloso concertista y las voces de los esqueletos metálicos eran los violines, cellos, viloncellos, contrabajos, trompetas, clarinetes, el piano, el coro, tambores y arpas. Su puño se agitaba en el aire y la música se extendía por el mundo.

Los chicos que jugaban a la pelota empezaban a danzar al son de los violines y los bajos. Lento. Pianísimo. La aurora sonora se posaba sobre la pelota rotosa y emparchada, y los jugadores estremecían sus cuerpos con el sudor frío que producía la armonía de un sol suspendido. Se entretenían con la melodía que fluctuaba en cada pase y con cada gol que cantaba el coro.

El hombre más infeliz del mundo levantó de nuevo su puño, y el poste compuso un nuevo acorde desplegado (si mayor séptima) que se adentró en aquel perro callejero de la esquina, sacudiéndole las entrañas. Ese perro sarnoso, manchado de negro por la suciedad transeúntica. El animal se paró, extendiendo sus cuatro patas cadavéricas y reconoció aquel acorde. Y como era de esperarse empezó a cantar. Su ejecución de la pieza era perfecta: Si, Mi bemol, Fa sostenido, La. Se levantaban las hojas de otoño por aqui y por allá ecualizando los agudos para que los graves le den más presencia a la canción. 1, 2, 3, 1, 2, 3. Ni un stradivarius habría podido sonar mejor. Las manchas negras y la calle misma coreaban las notas desplegadas del acorde en una octava más alta que el perro.

El hombre más infeliz del mundo, ya sangrando, volvió a impulsar su puño rojo hacia otro poste de luz ahuecado, y así la música volvió a invadir. Había marcado el tiempo, esta vez, gracias a los pasos regulares de alguna chica que caminaba detrás de él. Un comienzo tético en dos cuartos digno de Bach y su Cello. Y el Do sostenido creó una escala armónica menor. Pero desafinó. El ambiente se tiñó de púrpura, algo peligroso. Los sonidos convirtieron aquella peatonal, por la que caminaba, en una cárcel. Los barrotes eran las notas naturales que no notaban que atardecía.

El hombre más feliz del mundo comenzó a correr perseguido por su propia sinfonía, dejando un rastro bermejo detrás suyo. Los clarinetes rompieron el aire con sus quintas disminuidas y su allegro, y los violines digitaban a velocidad paganiniana. Se quebraron los contrabajos y sus terceras y sextas menores. Ahora los puños del hombre más infeliz del mundo subían y bajaban y orquestaban la oscuridad naciente que arremetía contra los jugadores de fútbol, la chica (ya a kilómetros de distancia) y otros instrumentos de percusión. El perro ya no cantaba, sino que se hacía el muerto.

El ritmo se aceleró, ya no era un 2/4 sino un 7/8 caótico en dónde se desdoblaban los timbales ensordecedores y el estacato apresurado de las violas cobraba almas en pena. De pronto terminó. Una pared enorme había puesto un final femenino que no podría haber sido anticipado.
El hombre más infeliz del mundo se inclinó para luego acostarse y desangrarse en el silencio. El hombre más infeliz del mundo se paró. El hombre más infeliz del mundo mientras caminaba suspiró: "no tengo nada".        

No hay comentarios:

Publicar un comentario