sábado, 28 de septiembre de 2013

Imbécil


Una luz amarilla alumbraba la ruta sólo llena de cáscaras de autos. Ahora eran dos. Ahora tres. Ese es el camino que debió tomar, pero su impaciencia y locura no tuvieron piedad. Éstas resolvieron por levantarlo de los brazos, uno de cada lado, y lo llevaron arrastrando por aquel sitio oscuro, a donde las luces no llegaban. Una explosión de sombras rojas saltaba en sus ojos y le nublaba la vista, la razón y hasta los oídos. “Lo voy a matar” se repetía a sí mismo, como tratando de convencerse de que de verdad, sin ninguna duda, esa persona debía morir. No importa cuanta lluvia tuviera que caer a sus pies rindiéndose y suplicando para que cambie la decisión ya tomada. Cada centímetro que avanzaba lo empujaba todavía más al crimen, a una celda, en la que pasaría encerrado toda su vida hasta el día de hoy. Sus labios se encorvaban formando una perturbadora sonrisa, y de un sólo movimiento el cuchillo se incorporaba a su mano saliendo de su cinturón marrón. Balbuceaba palabras sin sentido, frases inconexas, apenas se podía distinguir su ya repetido “Lo voy a matar”, creciendo junto a ésta frase su ira y su determinación. El sonido de las ramas quebrándose cuando las pisaba lo hacían regocijarse en la dulce fantasía de romper uno por uno, delicadamente, ruidosamente, los huesos de aquella persona, y una carcajada cobraba potencia desde su garganta. Sin darse cuenta sus pasos aumentaban, iban al ritmo de su corazón. Ahora trotaba. Ahora corría. Ahora había una puerta. Deleitándose con aquel ruido de poco aceite que hacía esta, entró clavando sus garras en la manija. Oh, ahí estaba, ese imbécil, el mundo le agradecería por matar semejante monstruo. Estaba decidido: Esa persona debía morir ya. La sangre ya estaba hirviendo dentro de su piel. Su cinturón se deslizo por el cuello del imbécil y cortó rápidamente cualquier salida o entrada de aire por su nariz o su boca. Ya estaba muerto, pero el cuchillo seguía aferrándose a la mano y luego se aferró trece veces al cuerpo del imbécil.

                Sentado en una silla, con los ojos bien abiertos, estaba él. Y al frente de él una persona que no dejaba de repetir “che, escúchame cuando te hablo. ¿Podrías ir trayendo la comida?”. Levantándose de mala gana de su asiento se dirigió a la cocina dejando salir levemente de entre sus dientes “Voy a matar a ese imbécil”.

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