Una luz amarilla
alumbraba la ruta sólo llena de cáscaras de autos. Ahora eran dos. Ahora tres.
Ese es el camino que debió tomar, pero su impaciencia y locura no tuvieron
piedad. Éstas resolvieron por levantarlo de los brazos, uno de cada lado, y lo llevaron
arrastrando por aquel sitio oscuro, a donde las luces no llegaban. Una
explosión de sombras rojas saltaba en sus ojos y le nublaba la vista, la razón
y hasta los oídos. “Lo voy a matar” se repetía a sí mismo, como tratando de
convencerse de que de verdad, sin ninguna duda, esa persona debía morir. No
importa cuanta lluvia tuviera que caer a sus pies rindiéndose y suplicando para que cambie la decisión ya tomada. Cada centímetro que avanzaba lo
empujaba todavía más al crimen, a una celda, en la que pasaría encerrado toda
su vida hasta el día de hoy. Sus labios se encorvaban formando una perturbadora
sonrisa, y de un sólo movimiento el cuchillo se incorporaba a su mano saliendo
de su cinturón marrón. Balbuceaba palabras sin sentido, frases inconexas,
apenas se podía distinguir su ya repetido “Lo voy a matar”, creciendo junto a
ésta frase su ira y su determinación. El sonido de las ramas quebrándose cuando
las pisaba lo hacían regocijarse en la dulce fantasía de romper uno por uno,
delicadamente, ruidosamente, los huesos de aquella persona, y una carcajada
cobraba potencia desde su garganta. Sin darse cuenta sus pasos aumentaban, iban
al ritmo de su corazón. Ahora trotaba. Ahora corría. Ahora había una puerta.
Deleitándose con aquel ruido de poco aceite que hacía esta, entró clavando sus
garras en la manija. Oh, ahí estaba, ese imbécil, el mundo le agradecería por matar semejante monstruo. Estaba decidido: Esa persona debía morir
ya. La sangre ya estaba hirviendo dentro de su piel. Su cinturón se deslizo por
el cuello del imbécil y cortó rápidamente cualquier salida o entrada de aire
por su nariz o su boca. Ya estaba muerto, pero el cuchillo seguía aferrándose a la mano y luego se aferró trece veces al cuerpo del imbécil.
Sentado en una silla, con los
ojos bien abiertos, estaba él. Y al frente de él una persona que no dejaba de
repetir “che, escúchame cuando te hablo. ¿Podrías ir trayendo la comida?”. Levantándose
de mala gana de su asiento se dirigió a la cocina dejando salir levemente de
entre sus dientes “Voy a matar a ese imbécil”.
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