lunes, 15 de junio de 2015

El sueño erótico de Ravel



Día. Era de día. Ravel estiró la mano, gritó. Se dio cuenta ahora sí, que era de día. Se encontró con la boca abierta, sentado en su cama casi manoteando los hilos que finaban de la cortina blanca. La luz entraba como bienvenida por los aromas del desayuno. Ravel tosía, pues, hasta hace unos segundos se había estado ahogando o creía haber visto a alguien que se ahogaba y se perdía entre la blancura eterna de un océano furioso. Las escenas eran confusas, pues primero sólo había visto un punto. Un punto. Tan chico que los bordes no podían ser bien delimitados. Tan chico que los instantes se metían en él de a medios. Se incorporó con movimientos algos toscos, por su agite y sus resoplidos de burro que aún no podía calmar. Las gotas de sudor cristalinas ya comenzaban a mojar su pierna desnuda, suicidas se lanzaban en larga acometida hasta su tobillo y se fundían algunas con el suelo. El punto. Era marrón. Exprimió pálido de su pobre pensamiento que aún le ponía trabas para siquiera saber dónde estaba. Algunas melodías compuestas por él se le entrelazaban como siseos desconocidos junto con las imágenes de una pintura surrealista que se comportaba como terrón de azúcar expuesto al infierno caliente de un té con limón. Pezones, claro. El punto marrón comenzaba a tener vida propia y redondeándose, se construyó como un faro que iluminaba un poco la oscuridad que ocultaba la escena completa. Mujer o mujeres fundidas en una sola. Las había visto difuminadamente como a través de un vidrio traslúcido, acostada o acostadas en la playa, yaciendo muertas y vivas sobre un suelo granulado que intercambiaba palabras líquidas. Pelo hasta los hombros, desnudez latina que nunca había podido contemplar antes, caras transmutadas al ritmo cambiante de la orilla y el mar. Lo miraba o miraban con lascivia, como si el acto de mirar fuera el propio acto sexual. Ravel oía la música que su cabeza expulsaba a modo de diálogo con las imágenes, al tiempo en que alcanzaba a distinguir el aroma de los croissants recién calentados que se filtraba a través de la puerta y curaba sus ruidosas exhalaciones. En la chica (ya pensando que podría llegar a ser una sola) se hacían claros los pies morenos, sus ojos castaños sincronizados con una boca carmesí que se posaba en la palidez lisa. Del labio superior se asomaban unos invasores blancos apretaban el labio inferior sonriente, mientras la mano planeaba y recorría el sinuoso costado hasta rozar uno de los montañosos senos que se sacudía y vibraba. Ravel excitado ya había dejado la música atrás para dedicarse a la laboriosa tarea de levantarse mientras se obligaba a recordar la hermosa figura de la mujer. No pudo recordar si era de día o de noche, pues lo que creía que había sido el Sol, podía haberse transmutado en alguna casualidad onírica en la Luna. Y el cielo negro portaba el apolíneo astro brillante y la ruta celeste a la sensual Selene. El mar seguía imaginando las olas que chocaban el cuerpo del lascivo cuerpo que invitaba a Ravel a unírsele en comunión con la arena. Ravel no contaba con que tenía que pararse y vestirse, sólo permanecía tranquilo y mirando a quién sabe dónde (ni él sabía), pues lo único interesante era entender la pintura que le brindaba su subconsciente. Ravel no podía ver su cuerpo, pero adivinaba que estaba desnudo y, aunque el viento soplaba huracanado, no sentía frío y tampoco veía que le molestara mucho a la figura tallada frente a sus ojos. Intentó mover un pie, pero así funcionan los sueños, cuando lo que más deseamos se presenta, nunca podemos asirlo y a veces ni siquiera acercárnosle. Así Ravel arrugó la frente y la música volvió, pero en forma de tempestad curiosa. La mujer miró sus propios pies (ya estaba seguro de que era una sola) y su figura se hizo tan nítida que alcanzó a ver que el punto marrón se había trasladado a su mejilla. Perdiendo la mirada sensual de antes, transformó su boca en una línea recta, sus ojos en piedras con iris, cómo si recordara que no tenía que estar ahí. Como si mirar a Ravel siquiera fuese un pecado por el que sabía que tenía que pagar, como si le hubiesen susurrado al oído que el sueño de aquél hombre era el equivocado y ya no viese la salida del laberinto en presencia del minotauro. Ravel se tomó la cabeza con las dos manos y dedicó su mirada al piso (que pensó que también este lo miraba), ya no quería pensar en lo que pasaría a continuación. Pero seguir recordando ya no era cuestión de voluntad, sino de obligación pues su mente había tomado la posta y se encaminaba hacia el final de una carrera que estaba seguro de perder. El músico vio por fin su mano abierta hacia delante (también cree que vio sus venas ramificándose en ella). Aún con ojos perdidos, la mujer rodó echándose hacia atrás en dirección al mar hasta que la espuma de mar la cubrió y se fundió con el océano. Ravel solía creer que en ese momento abrió la boca para expulsar algún grito gutural. Ya había pasado todo, ella se ahogó. Levantó la mirada y comenzó a volver en sí, como si una cortina negra lo hubiese hipnotizado un rato largo y de pronto esta se hubiese caído develando un bosque de bambúes glorioso. Todo había pasado. Una sonrisa triste le hizo comprender que la mujer estaba a salvo y que no se había ahogado, sin embargo, no la iba a volver a ver nunca más. De un saltito su cuerpo despidió su cama y luego de vestirse comenzó a bajar las escaleras silbando un bolero. Algo se le iba volando por detrás de la cabeza, tal vez el sueño, tal vez la música.

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