Día. Era de día. Ravel estiró la mano, gritó. Se dio cuenta
ahora sí, que era de día. Se encontró con la boca abierta, sentado en su cama
casi manoteando los hilos que finaban de la cortina blanca. La luz entraba como
bienvenida por los aromas del desayuno. Ravel tosía, pues, hasta hace unos
segundos se había estado ahogando o creía haber visto a alguien que se ahogaba y se
perdía entre la blancura eterna de un océano furioso. Las escenas eran
confusas, pues primero sólo había visto un punto. Un punto. Tan chico que los
bordes no podían ser bien delimitados. Tan chico que los instantes se metían en
él de a medios. Se incorporó con movimientos algos toscos, por su agite y sus
resoplidos de burro que aún no podía calmar. Las gotas de sudor cristalinas ya
comenzaban a mojar su pierna desnuda, suicidas se lanzaban en larga acometida
hasta su tobillo y se fundían algunas con el suelo. El punto. Era marrón.
Exprimió pálido de su pobre pensamiento que aún le ponía trabas para siquiera
saber dónde estaba. Algunas melodías compuestas por él se le entrelazaban como
siseos desconocidos junto con las imágenes de una pintura surrealista que se
comportaba como terrón de azúcar expuesto al infierno caliente de un té con
limón. Pezones, claro. El punto marrón comenzaba a tener vida propia y
redondeándose, se construyó como un faro que iluminaba un poco la oscuridad que
ocultaba la escena completa. Mujer o mujeres fundidas en una sola. Las había
visto difuminadamente como a través de un vidrio traslúcido, acostada o
acostadas en la playa, yaciendo muertas y vivas sobre un suelo granulado que
intercambiaba palabras líquidas. Pelo hasta los hombros, desnudez latina que
nunca había podido contemplar antes, caras transmutadas al ritmo cambiante de
la orilla y el mar. Lo miraba o miraban con lascivia, como si el acto de mirar
fuera el propio acto sexual. Ravel oía la música que su cabeza expulsaba a modo
de diálogo con las imágenes, al tiempo en que alcanzaba a distinguir el aroma
de los croissants recién calentados que se filtraba a través de la puerta y
curaba sus ruidosas exhalaciones. En la chica (ya pensando que podría llegar a
ser una sola) se hacían claros los pies morenos, sus ojos castaños
sincronizados con una boca carmesí que se posaba en la palidez lisa. Del labio
superior se asomaban unos invasores blancos apretaban el labio inferior
sonriente, mientras la mano planeaba y recorría el sinuoso costado hasta rozar
uno de los montañosos senos que se sacudía y vibraba. Ravel excitado ya había
dejado la música atrás para dedicarse a la laboriosa tarea de levantarse
mientras se obligaba a recordar la hermosa figura de la mujer. No pudo recordar
si era de día o de noche, pues lo que creía que había sido el Sol, podía
haberse transmutado en alguna casualidad onírica en la Luna. Y el cielo negro
portaba el apolíneo astro brillante y la ruta celeste a la sensual Selene. El mar
seguía imaginando las olas que chocaban el cuerpo del lascivo cuerpo que invitaba
a Ravel a unírsele en comunión con la arena. Ravel no contaba con que tenía que
pararse y vestirse, sólo permanecía tranquilo y mirando a quién sabe dónde (ni
él sabía), pues lo único interesante era entender la pintura que le brindaba su
subconsciente. Ravel no podía ver su cuerpo, pero adivinaba que estaba desnudo
y, aunque el viento soplaba huracanado, no sentía frío y tampoco veía que le
molestara mucho a la figura tallada frente a sus ojos. Intentó mover un pie,
pero así funcionan los sueños, cuando lo que más deseamos se presenta, nunca
podemos asirlo y a veces ni siquiera acercárnosle. Así Ravel arrugó la frente y
la música volvió, pero en forma de tempestad curiosa. La mujer miró sus propios
pies (ya estaba seguro de que era una sola) y su figura se hizo tan nítida que
alcanzó a ver que el punto marrón se había trasladado a su mejilla. Perdiendo
la mirada sensual de antes, transformó su boca en una línea recta, sus ojos en
piedras con iris, cómo si recordara que no tenía que estar ahí. Como si mirar a
Ravel siquiera fuese un pecado por el que sabía que tenía que pagar, como si le
hubiesen susurrado al oído que el sueño de aquél hombre era el equivocado y ya
no viese la salida del laberinto en presencia del minotauro. Ravel se tomó la
cabeza con las dos manos y dedicó su mirada al piso (que pensó que también este
lo miraba), ya no quería pensar en lo que pasaría a continuación. Pero seguir
recordando ya no era cuestión de voluntad, sino de obligación pues su mente
había tomado la posta y se encaminaba hacia el final de una carrera que estaba
seguro de perder. El músico vio por fin su mano abierta hacia delante (también
cree que vio sus venas ramificándose en ella). Aún con ojos perdidos, la mujer
rodó echándose hacia atrás en dirección al mar hasta que la espuma de mar la
cubrió y se fundió con el océano. Ravel solía creer que en ese momento abrió la
boca para expulsar algún grito gutural. Ya había pasado todo, ella se ahogó.
Levantó la mirada y comenzó a volver en sí, como si una cortina negra lo
hubiese hipnotizado un rato largo y de pronto esta se hubiese caído develando
un bosque de bambúes glorioso. Todo había pasado. Una sonrisa triste le hizo
comprender que la mujer estaba a salvo y que no se había ahogado, sin embargo,
no la iba a volver a ver nunca más. De un saltito su cuerpo despidió su cama y
luego de vestirse comenzó a bajar las escaleras silbando un bolero. Algo se le
iba volando por detrás de la cabeza, tal vez el sueño, tal vez la música.
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