viernes, 27 de junio de 2014

La chica y el rayo

Las noches entienden de soledad más que ningún otro extraño en el mundo. Se vuelven poderosas con las miradas desamparadas de la gente que camina sobre ellas y trascienden cualquier mediocridad y sonrisa patética que pueda saltar de la boca de un extraño. Curiosamente el Señor era un extraño. A pesar de que la noche era bastante cálida, vestía un tapado negro, muy abrigado, que le llegaba a las rodillas. Hasta tiritaba de vez en cuanto y soplaba aire condensado, que era como humo que se extinguía en la oscuridad. No apresuraba su paso por las veredas vacías. El Señor era una persona joven a pesar de su edad (a ojo unos 25), cutis perfecto, pelo negro que se confundía entre las sombras, y ojos azul eléctrico que resplandecían como linternas. Caminaba sin prisa, dejando que lo lleve el pensamiento, sin en realidad pensar en nada. Con sus ojos de trueno, divisó a una cuadra a una chica de cabello dorado. Cuando se acercó media cuadra más, pudo apreciar mejor la figura de esta mujer: tetas bien formadas, cola firme y encanto natural para caminar. Nadie se acuerda cómo iba vestida aquella noche la chica. Ella estaba parada en la esquina, en la puerta de un bar, fumando junto a dos hombres: Uriel y Ariel.  No nos detendremos en estos dos porque nada pueden en realidad aportar a este relato.  Nada entretenida en la charla banal que conservaba con estos dos, pudo ver que a media cuadra se acercaba un hombre, el Señor. Lo miró fijo a sus ojos relampagueantes, y decidió liberarse de Uriel y Ariel, que ya la habían aburrido. Se apartó un poco de estos y haciendo gala del color de su pelo, lo esperó en la esquina sin apartarle la mirada.
 El Señor se dio cuenta de su mirada y la apartó un poco, sin querer prestarle atención a la hermosura que tenía delante y que lo estaba comiendo con los ojos. Al fin, sin detenerse y casi llegando a la esquina, escuchó la voz de la chica invitándole un trago. Levantó su mirada centelleante, y posó sus ojos azules en la chica. Dos segundos fueron entonces los que transformaron la noche en eternidad. El Señor unió sus labios agresivamente con los de la chica. Y así lo cambió todo. Ella sintió en ese instante un sentimiento de rechazo profundo, pero a su vez, no pudo apartar sus labios. El frío, como escarcha que ahora se formaba en su boca, empezaba a invadirla, como cuando en la era de hielo, este se iba abriendo camino entre piedras, montañas, valles, depresiones, y convertía en polos todos los lugares por los que pasaba, se terminaron por congelar cada uno de los rincones del cuerpo de la chica. Paralizada completamente en esos dos segundos por el hielo ancestral, empezó a sentir que el Señor se alejaba. Pero cuando reaccionó para buscarlo, ya era tarde, Él ya había cruzado la calle. En su desesperación por alcanzarlo, entender algo de todo lo que había sucedido, casi sin encontrar explicación lógica para todo aquello, se lanzó detrás de el Señor. En su mente se habían abierto puertas infinitas que dejaban reveladas, todo lo que había sido su vida. Esta persona que la había besado, era diferente a todas las demás, tenía que descubrir por qué. Pero si me preguntan, sólo la muerte tiene respuesta. En el instante en que ella cruzaba la mitad de la calle, por la emoción de la incertidumbre, por el descubrimiento de la vida, murió sin más explicación que la de una bocina. Ahora su cuerpo desmembrado reposaba en el asfalto, y su figura celestial, era comparable a la ceniza. Ya no había por qué preguntarse más nada. Ariel y Uriel presenciaron toda la escena, pero lo único que pudieron hacer fue lamentarse y entrar al bar a sus espaldas, más tarde asegurarían que aunque el cielo estaba despejado, un rayo había caído cerca al momento del choque. El Señor, no ignoraba lo que había pasado y siguiendo su camino por las infinitas veredas de la noche, sonrió entre dientes y en esto descargó el aire condensado que se fundió en las sombras de un agujero negro. Porque el que espera la vida, recibirá a la Muerte, y ésta se disfraza de soledad.

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