domingo, 12 de abril de 2015

En la tierra, los Gigantes

El gigante Rafael tenía serias dudas sobre arrojar la pava gigante sobre la hornalla gigante (hecha a medida por cierto). El café gigante que pensaba en hacerse esa mañana lo obligaría a levantarse- cosa seria ese día para un gigante- y la indecisión lo mantenía contra las cuerdas de su cama de 247 plazas. "Los gigantes no somos malos, no somos monstruos, ni siquiera comemos más de una tonelada de manzanas por día ¿Por qué nos mandan a luchar?". Como sabrán, nosotros los gigantes somos una raza muy educada, y no nos gusta molestar a nadie que no mida más que nosotros, pero a todos les gusta pintarnos como engendros horrorosos y grandes (esto último puede que sea verdad), por eso quieren llevarnos a la extinción. A Rafael también lo molestaban todos los días como a cualquier gigante que sea gigante. Pasaban unos 102 niños por día para burlarse de él, 67 mujeres se horrorizaban y gritaban cuando lo veían caminar en puntas de pie por las calles, teniendo cuidado de no pisar a nadie, y 89 hombres lo insultaban todas las tardes increpándolo para que se vaya del pueblo. Rafael sonreía y levantaba su sombrero a modo de "buenos días" a cualquiera de estas habituales contingencias.
Todavía en su cama, el gigante pensaba también en la guerra a la cual tenía que asistir aquella tarde. Iba a tener que matar. A los gigantes no nos gusta matar y menos un lunes a la tarde, día en que reposamos en nuestras reposeras gigantes y dormimos 15 horas seguidas mientras soñamos con lo que hicimos el domingo. No era justo. Rafael abría y cerraba sus ojos gigantes tratando de decidirse entre el camino a la cocina o el camino hacia sus sueños. "Lo que pase primero" sentenció con firmeza indecisa. 3 horas más tarde, se vio en decisiva batalla de miradas con su mano izquierda gigante. Un pequeño pelo gigante (para el cual se hubiesen necesitado tres hombres fornidos para a penas levantarlo del piso) había anidado entre las lineas y lo había hecho profundizar en su preocupación por quedarse calvo. "No quiero usar peluca, un héroe de guerra no debe usar peluca".

Tomando su café de 30 litros en su taza gigante, en su mesa gigante, abrió su libro gigante favorito. "Soy el gigante que hace patapún con el maldito patapún del pedregullo hueso para el apoyo de mis brazos". Lo curioso de los humanos es que no entienden bien de que se trata nuestra vida. Hablan y escriben como si supieran todo sobre nosotros. Monstruos de su pobre inconsciente. No somos guerreros ni nada que tenga que ver con este tal Ulises. Somos eruditos, artistas, portadores del conocimiento pasado y futuro como los héroes que Aristóteles deseaba en las tragedias de su pueblo. Somos buenos cocineros y bebedores de finos licores.. Descendientes del injustamente castigado Polifemo a quien al ofrecer hospitalidad a unos extraños, sólo su ojo no pudo ver la traición que brotaba de ellos.

La batalla estaba por comenzar. Rafael ya tenía decidido salir y acariciar a sus 30 perros en la cabeza, con gestos de buen dueño. Cuando llegó la hora, salió y saludó, como quien saluda a pequeñas figuritas negras en el horizonte, a nuestros otros hermanos gigantes, que lo esperaban a 38 kilómetros en el lugar donde la batalla se iba a llevar a cabo. Hizo lo previsto: acarició a sus perros. "Uy, me estoy olvidando el sombrero". Retrocedió. Ya sombrero en la cabeza, comenzó el viaje no tan largo. Un poco nervioso debo decir. Nosotros los gigantes nos escondemos tanto como nuestro pantagruélico cuerpo nos lo permite, por eso las personitas que habitan los alrededores se sorprendieron al ver a Rafael caminar por los pueblos tan abiertamente. Las mujeres expulsaron sonidos altísimos ante la vista de aquel hermano monstruo. Rafael, que seguía cavilando desde la mañana y acostumbrado a tales recibimientos, giraba la cabeza y se sacaba el sombrero en ademán de disculpas, respondiendo con una mirada desganada. Los hombres lanzaban desprecios varios hacía la enorme bestia, y en segundos saltaban y se escondían detrás de algún paredón para evitar la ira del monstruo. "acá estamos seguros". Mi hermano de raza seguió su camino sin detenerse y en 1 hora ya había conseguido la meta. Llegar. Doce amigos nuestros ya lo estaban esperando, todos tan sonrientes como Rafael (es decir, nada sonrientes). "Queremos irnos". Se hicieron las cinco de la tarde. "Queremos dormir la siesta". La batalla comenzó y en lo que se consume un fósforo terminó. El ejército de 1000 hombres del este fue sepultado bajo olorosos pies cuyo medida podía llegar a los 230 metros. Una victoria para los gigantes. Estos se miraron las caras, como espejos ninguna parecía haber cambiado en lo más mínimo. La pequeña alegría que volaba en los pensamientos de los vencedores era el retorno. Rafael, aún confundido, dio los quinientos pasos necesarios para que su casa pueda verse sobre la colina, humilde, de sólo 900 metros cuadrados, pero casa al fin. El pasto estaba todavía verde y los rumores del bosque que yacía detrás de la elevación todavía conservaban su magia de hace pocas horas. Esto disipó un poco las dudas de la cabeza de Rafael por el momento. Sonriente se vio en su espejo gigante. Cayó cual secoya en su cama blanca que tanto anhelaba. "Y es que la gente muere así de fácil". Y pensó y repensó hasta que en un momento, nunca supo cuando exactamente, se durmió haciendo así efectiva la típica siesta que a los gigantes nos gusta tomar los lunes.


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